Buenos días, se adjunta un cuadro del libro
Venezuela Heroica de Eduardo Blanco para el respectivo análisis.
Responde:
1. ¿Qué características de la
Epopeya Romántica están presentes en Venezuela Heroica? Ejemplifique.
2. Nombre los
cuadros históricos reflejados en Venezuela Heroica.
3. ¿La Novela está escrita en
prosa o en verso? Justifique.
4. Extraiga de la lectura: símiles
e imágenes sensoriales.
5.Venezuela Heroica: ¿Por qué se considera una obra de carácter épico?
6. ¿Cuáles son los aspectos románticos de Venezuela Heroica?
7. El cuadro de La Victoria: ¿Qué significado tiene para la historia de
Venezuela?
La Victoria
(12 de febrero de 1814)
II
¡He aquí el año terrible! El año de las sangres y de las
pruebas en cuyo pórtico aparece escrito por la espada de Boves, el Lasciate
ogni speranza para los republicanos de Venezuela.
En torno de aquel feroz caudillo,
improvisado por el odio, más que por el fanatismo realista, las hordas
diseminadas en la dilatada región de nuestras pampas, invaden, como las
tumultuosas olas de mar embravecida, las comarcas hasta entonces vedadas a sus depredaciones.
Mayor número de jinetes jamás se
viera reunido en los campos de Venezuela. De cada cepa de yerba parecía haber
brotado un hombre y un caballo. De cada bosque, como fieras acosadas por el
incendio, surgían legiones armadas, prestas a combatir. Los ríos, los caños,
los torrentes que cruzan las llanuras, aparecen erizados de lanzas y arrojan a
sus riberas tropel innúmero de escuadrones salvajes, capaces de competir con
los antiguos centauros.
Suelta la rienda, hambrientos de
botín y venganzas, impetuosos como una ráfaga de tempestad, ocho mil llaneros
comandados por Boves hacen temblar la tierra bajo los cascos de sus caballos
que galopan veloces hacia el centro del territorio defendido por el Libertador.
Nube de polvo, enrojecida por el
reflejo de lejanos incendios, se extiende cual fatídico manto sobre la rica
vegetación de nuestros campos. Poblaciones enteras abandonan sus hogares.
Desiertas y silenciosas se exhiben las villas y aldeas por donde pasa, con la
impetuosidad del huracán, la selvática falange, en pos de aquel demonio que le
ofrece hasta la hartura el botín y la sangre, y a quien ella sigue en infernal
tumulto cual séquito de furias al dios del exterminio.
Es la invasión de la llanura
sobre la montaña: el desbordamiento de la barbarie sobre la República naciente.
Conflictiva de suyo la situación
de los republicanos, se agrava con la aproximación inesperada del poderoso
ejército de Boves.
Bolívar intenta detener las
hordas invasoras, oponiéndoles el vencedor en Mosquiteros”, con el mayor número
de tropas que le es dado presentar en batalla.
Vana esperanza. Campo Elías es
arrollado en “La Puerta”, y sus tres mil soldados acuchillados sin
misericordia.
Tan funesto desastre amenaza de
muerte la existencia de la República.
Campo Elías vencido, es la base
del ejército perdida, es el flaco abierto, la catástrofe inevitable.
Todos los sacrificios y prodigios
consumados por el ejército patriota para conservar bajo las armas la parte de
territorio tan costosamente adquirida, van a quedar burlados.
La onda invasora se adelanta
rugiendo: nada le resiste, todo lo aniquila. Detrás de aquel tropel de
indómitos corceles, bajo cuyas pisadas parece sudar sangre la tierra, los
campos quedan yermos, las villas incendiadas sin pan el rico, sin amparo el
indigente: y el pavor, como ave fatídica, cerniéndose sobre familias
abandonadas y grupos despavoridos y hambrientos que recorren las selvas como
tribus errantes.
¡El nombre de Boves resuena en
los oídos americanos como la trompeta apocalíptica!
Cunde el terror en todos los
corazones; mina de desconfianza el entusiasmo del soldado; Caracas se estremece
de espanto, como si ya golpearan a sus puertas las huestes del feroz asturiano;
decae la fe en los más alentados, y una parálisis violenta, producida por el
terror, amenaza anonadar al patriotismo. Cual si uno de los gigantes de la
andina cordillera hubiese vomitado de improviso gran tempestad de lavas y
escorias capaz de soterrar el continente americano, todo tiembla y toda se
derrumba.
Sólo Bolívar no se conmueve;
superior a las veleidades de la fortuna, para su alma no hay contrariedad, ni
sacrificio, ni prueba desastrosa que la avasalle ni la postre.
Sin detenerse a deplorar los
hechos consumados, alcanza con el relámpago del genio los horizontes de la
patria; pesa la situación extrema que le trae la derrota de Campo Elías y la
doble invasión que practican a la vez Rosete y Boves sobre la capital y sobre
el centro de la República; mide sus propias fuerzas, que nunca encontró débiles
para luchar por la idea que sostuvo, y concibe y pone en práctica, con enérgica
resolución, un nuevo plan de ataque y de defensa.
Seguido de parte de las tropas
con que asedia Puerto Cabello, va a fijar en Valencia su cuartel general; punto
céntrico desde el cual con facilidad puede auxiliar a D’ Eluyar, a quien ha
dejado frente a los muros de la plaza sitiada; al ala izquierda del ejército
patriota, que cubre el Occidente; y a atender al conflicto producido en Aragua
con la aproximación de Boves.
A tiempo que Ribas improvisa en
Caracas una división para marchar sobre el enemigo, Aldao recibe orden de
fortificar el estrecho de la Cabrera, donde va a situarse Campo Elías con los
pocos infantes salvados de la matanza de La Puerta.
A Urdaneta que combate en
Occidente, se le exige reforzar con parte de sus tropas las milicias que se
organizan en Valencia. Ínstasele a Mariño a que acuda en auxilio del Centro.
Díctase medidas extremas, pónese a prueba el patriotismo; al que puede manejar
un fusil se le hace soldado; acéptase la lucha, por desigual que sea; y Mariano
Montilla, con algunos jinetes, sale veloz del cuartel general, se abre paso por
entre las guerrillas enemigas que infestan la comarca, y va a llevar a Ribas
las últimas disposiciones del Libertador.
Nada se omite en tan difíciles
circunstancias; lo que está en las facultades del hombre, se ejecuta, lo demás
toca a la suerte decidirlo.
El conflicto entre tanto, crece
con rapidez. Como aquellos terribles conquistadores asiáticos, ávidos de poder
y venganza, Boves se adelanta por entre un río de sangre, que alimentan sus
feroces llaneros al resplandor siniestro de cien cabañas y aldeas incendiadas,
que el invasor va dejando tras sí convertidas en ceniza.
Apercibido a la defensa, el
Libertador aguarda confiado en su destino la sucesión de los acontecimientos
que van a efectuarse. Al terror general que le circunda, opone, como fuerza
mayor, su carácter tenaz e incontrastable; al huracán que se desata para
aniquilarle, enfrenta en primer término, toda una fortaleza; el corazón de José
Félix Ribas.
El jaguar de las pampas va a
medirse con el león de la sierra; son dos gigantes que rivalizan en
pujanza y que por la primera vez van a encontrarse.
III
Apenas son siete batallones que
no exceden en conjunto de 1.500 plazas, un escuadrón de dragones y cinco piezas
de campaña, Ribas ocupa La Victoria, amenazada a la sazón por el ejército
realista. Escaso es el número de combatientes que el general republicano va a
oponer al enemigo, pero el renombre adquirido por este jefe afortunado alienta
a cuantos le acompañan.
Empero, ¿Sabéis quiénes componen,
en más de un tercio, ese grupo de soldados con que pretende Ribas combatir al
victorioso ejército de Boves? ¡Parece inconcebible!
En tres años de lucha, Caracas
había ofrendado toda la sangre de sus hijos al insaciable vampiro de la guerra;
hallábase extenuada, sin hombres que aportar a la defensa de su inválido
territorio; y al reclamo de la patria en peligro, sólo había podido ofrecerle
sus más caras esperanzas: los alumnos de la Universidad.
Allí van a buscarse los nuevos
lidiadores que exhibe la República en aquellos días clásicos de cruentos
sacrificios: y una generación, todavía adolescente, abandona las aulas y
el Nebrija para tomar el fusil.
Sobre la beca del seminarista se
ostenta de improviso los arreos del soldado. Y parten en solicitud del enemigo
los imberbes conscriptos, confundidos con las tropas de línea; y aprenden de
camino, el manejo del arma que los abruma con su peso, así como acostumbran el
oído a los toques de guerra, y a las voces de mando de aquellos nuevos
decuriones que se prometen enseñarles a morir por la Patria.
Todos marchan contentos; diríase
que están de vacaciones. ¡Pobres niños! ¿Ligero
bozo sombrea apenas sus labios y ya la pólvora va a enardecerles el corazón;
apenas la sangre generosa de sus padres sienten correr ardiente por las venas,
y ya van a derramarla! ¡La Patria lo reclama!
¡Libertad!, ¡Libertad!, cuánta
sangre y cuántas lágrimas se han vertido por tu causa… ¡y todavía hay tiranos
en el mundo!
La situación de La Victoria hasta
entonces desguarnecida, y en la expectativa de ver caer sobre ella el
azote del cielo, como a Boves nombraban, expresa elocuentemente el grado de
terror que infundía en nuestras masas populares la ira, jamás
apaciguada, de aquel feroz aliado de la muerte, a quien la vista de la
sangre producía vértigos voluptuosos y fruiciones infernales.
Toda humana criatura sin
distinción de edad, sexo o condición social, trataba de desaparecer de la
presencia de tan funesto aventurero.
Los bosques se llenaban de
amedrentados fugitivos, que preferían confiar la vida de sus hijos a las fieras
de las selvas, antes que a la clemencia de aquel monstruo de corazón de hierro,
que jamás conoció la piedad.
En el poblado, el silencio lo
dominaba todo; nada se movía; casi no se respiraba. Los niños y las aves
domésticas, parecían haber enmudecido; los arroyos callaban; el viento mismo no
producía en los árboles sino oscilaciones sin susurros.
Los que habían podido huir a las
montañas se inclinaban abatidos en el recinto del hogar, buscaban la oscuridad
para ocultarse en ella como en los pliegues de un manto impenetrable, y a cada
instante, sobrecogidos de pavor, creían oír ruidos siniestros, precursores
de la catástrofe que los amenazaba, ruidos que no deseaban escuchar, pero
que el terror sabía fingirles, haciéndoles más larga y palpitante la zozobra.
Ribas fue acogido por aquel
pueblo agonizante como enviado del cielo.
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